Es un hecho innegable que para todos cuantos formamos la comunidad educativa, profesores y estudiantes, quizás también para muchos padres y madres, el tiempo transcurre fragmentado en periodos que no se inician el 1 de enero, como para el resto de los mortales, sino el 1 de septiembre. Medimos el tiempo de nuestra vida en cursos y ubicamos nuestras experiencias personales en el contexto temporal que marca el calendario escolar. Nuestras vidas cambian más al inicio del curso que al comienzo del año por muchos buenos propósitos que nos planteemos entre grano y grano de uva.
Septiembre viene cargado de promesas y desafíos, de puertas y ventanas que se abren al conocimiento, al mundo, a la vida... Son muchos los autores que, conscientes de la importancia de este momento enfrentan a sus héroes, por lo general niños, adolescentes o jóvenes, a las inquietudes y expectativas que genera el inicio de curso.
Desde este blog os invitamos a que conozcáis a algunos de estos héroes y heroínas y os deseamos de todo corazón un feliz curso nuevo.
En mi casa
apenas se hablaba. Los niños chillaban y los adultos se afanaban en sus tareas
como lo hubieran hecho de haber estado solos. Teníamos suficiente para comer,
aunque frugalmente, no se nos maltrataba y nuestra ropa de pobres estaba limpia,
de modo que aunque podía causarnos vergüenza, al menos no sufríamos el frío.
Pero no nos hablábamos.
La
revelación tuvo lugar cuando, a la edad de cinco años, en mi primer día de colegio,
tuve la sorpresa y el susto de oír una voz que se dirigía a mí pronunciando mi nombre.
—¿Renée?
—preguntaba la voz, mientras yo sentía posarse sobre la mía una mano amiga.
Era en el
pasillo donde, con ocasión del primer día de colegio y porque llovía, se había
apelotonado a un tropel de niños.
—¿Renée?
—seguía modulando la voz que venía de lo alto, y la mano amiga no dejaba de
ejercer sobre mi brazo —incomprensible lenguaje— ligeras y tiernas presiones.
Levanté la
cabeza, en un movimiento insólito que casi me dio vértigo, y mis ojos se
cruzaron con una mirada.
Renée. Se
trataba de mí. Por primera vez, alguien se dirigía a mí por mi nombre.
Mientras que
mis padres recurrían a un gesto o a un gruñido, una mujer, cuyos ojos claros y
labios sonrientes observé entonces, se abría camino hasta mi corazón y, pronunciando
mi nombre, entraba conmigo en una proximidad de la que hasta entonces yo nada
sabía. Descubrí a mi alrededor un mundo que, de pronto, adornaban mil colores.
En un destello doloroso, percibí la lluvia que caía en el patio, las ventanas lavadas
por las gotas, el olor de la ropa mojada, la estrechez del corredor, angosto pasillo
en el que vibraba la asamblea de párvulos, la pátina de los percheros de pomos de
cobre en los que se amontonaban las esclavinas de paño barato, así como la
altura de los techos, a la medida de los cielos para la mirada de un niño.
Entonces,
con mis enormes ojos clavados en los suyos, me aferré a la mujer que acababa de
traerme a la vida.
—Renée
—repitió la voz—, ¿quieres quitarte el impermeable?
Y,
sujetándome con firmeza para que no me cayera, me desvistió con la rapidez que
otorga la larga experiencia.
Se cree
erróneamente que el despertar de la conciencia coincide con el momento del
primer nacimiento, quizá porque no sabemos imaginar otro estado vivo que no sea
ése. Nos parece que siempre hemos visto y sentido y, seguros de esta creencia, identificamos
en la venida al mundo el instante decisivo en que la conciencia nace.
Que, durante
cinco años, una niña llamada Renée, mecanismo perceptivo operativo dotado de
vista, oído, olfato, gusto y tacto, hubiera podido vivir en una perfecta inconsciencia
de sí misma y del universo desmiente tan apresurada teoría. Pues para que se dé
la conciencia, es necesario un nombre.
La elegancia del erizo, Muriel Barbery
"¿Qué hay, Pardal? Espero que
por fin este año podamos ver la lengua de las mariposas." El maestro
aguardaba desde hacía tiempo que les enviasen un microscopio a los de la
Instrucción Pública. Tanto nos hablaba de cómo se agrandaban las cosas menudas
e invisibles por aquel aparato que los niños llegábamos a verlas de verdad,
como si sus palabras entusiastas tuviesen el efecto de poderosas lentes.
"La lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un muelle de reloj.
Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar.
Cuando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar, ¿a que sentís ya el
dulce en la boca como si la yema fuese la punta de la lengua? Pues así es la
lengua de la mariposa." Y entonces todos teníamos envidia de las
mariposas. Qué maravilla. Ir por el mundo volando, con esos trajes de fiesta, y
parar en flores como tabernas con barriles llenos de almíbar. Yo quería mucho a
aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no podían
entender cómo yo quería a mi maestro.
Cuando era un pequeñajo, la escuela
era una amenaza terrible. Una palabra que se blandía en el aire como una vara
de mimbre. "¡Ya verás cuando vayas a la escuela!"
Dos de mis tíos, como muchos otros
jóvenes, habían emigrado a América para no ir de quintos a la guerra de
Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América para no ir a la escuela.
De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel
suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como
desertores del Barranco del Lobo.
Yo iba para seis años y todos me
llamaban Pardal. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre
y no tenía tierras ni ganado. Prefería verme lejos que no enredando en el pequeño
taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y
fue Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, el que me puso el apodo:
"Pareces un pardal*".
(en gallego, gorrión (N. de la T.).
Creo que nunca he corrido tanto como
aquel verano anterior a mi ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces
sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la
cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría
llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica.
"¡Ya verás cuando vayas a la
escuela!" Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancaran las
amígdalas con la mano, la forma en que el maestro les arrancaba la jeada del
habla, para que no dijesen ajua ni jato ni jracias. "Todas las mañanas
teníamos que decir la frase Los pájaros de Guadalajara
tienen la garganta llena de trigo*.
¡Muchos palos llevamos por culpa de Juadalagara!"
Si de verdad me quería meter miedo,
lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba
el reloj de pared en la sala con la angustia de un condenado. El día llegó con una
claridad de delantal de carnicero. No mentiría si les hubiese dicho a mis
padres que estaba enfermo.
El miedo, como un ratón, me roía las
entrañas. Y memeé. No me meé en la cama, sino en la escuela.
La lengua de las mariposas, Manuel
Rivas
Otros libros en los que los protagonistas inician su aprendizaje hacia la vida adulta en el contexto escolar:
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