Como todos los años, y ya van nada menos que veinticuatro, la biblioteca del IES Aljada convocó un certamen literario en la modalidad de cuento o relato breve con motivo de las fiestas de Secundaria. Se establecieron dos categorías: una, para alumnos de 1º y 2º de ESO, y otra, para el resto de los alumnos.
En ambas categorías se presentaron trabajos de gran calidad, por lo que felicitamos desde aquí a todos los aprendices de escritores que participaron en el certamen. Las ganadoras fueron:
Ana María Gálvez, de 2º de ESO
Clara Noguera Navarro, de 1º de Bachillerato
¡¡¡ENHORABUENA A AMBAS!!!
Aquí tenéis los relatos premiados, para que podáis disfrutar con su lectura.
La niña y el vagabundo, de Ana María Gálvez
Había
una vez, en un campo muy lejos del pueblo, una niña llamada Carmen que nunca
había ido al colegio. Su gran ilusión era saber leer, pero sus padres eran muy
pobres y ella se tenía que quedar en su casa para cuidar de sus hermanos y
hacer las cosas del hogar: lavar, limpiar la casa y hacer la comida.
La
niña, a pesar de todo, era muy feliz, pues sentía que era útil a su familia,
pero cuando se acostaba siempre pensaba que, si supiera leer, leería algún
cuento o se lo contaría a sus hermanos.
Un
día pasó por su casa un vagabundo pidiendo algo de comida, pues llevaba tres
días sin comer. Carmen le dio un trozo de pan, un tomate y un trozo de queso.
Era lo que tenía ella para comer todo el día. La niña pensó: “Yo ya comí ayer y
volveré a comer mañana”. El
vagabundo le dio las gracias y le ofreció su ayuda en casa, pero la niña
prefirió que le leyera un cuento.
Cuando
llegaron sus padres les contó lo que había hecho. Primero se enfadaron, pero después entendieron la buena acción de la niña
compartiendo la comida.
Esa
noche la niña no podía dormir, porque tenía hambre. Luego, cerró los ojos y
pensó en la maravillosa historia que le había contado aquel hombre.
A
la mañana siguiente encontraron un saquito de monedas encima de la mesa con una
nota: “Nadie me había dado tanto teniendo tan poco. Estas monedas son una
recompensa por tu generosidad. Ahora tus padres podrán mandarte al colegio y
comprarte los libros que tanto te gustan”.
Cuando
pasaron los años, la niña se hizo profesora e iba por todas las casas de campo
enseñando a los niños a leer. Cada
noche se acordaba de aquel hombre misterioso que la hizo cumplir su deseo.
Su libro favorito era "Marina", de Clara Noguera Navarro
“ A veces dudo de mi memoria y me pregunto si únicamente
seré capaz de recordar lo que nunca sucedió. Marina, te llevaste todas las
respuestas contigo.”
Cierro el libro y lo dejo sobre
mi regazo, miro a mi siempre atenta alumna, dispuesta a tragar todos mis
caprichos literarios. Ella mantiene su posición firme. Mirada ausente hacia la
ventana. Rostro pálido. Labios carnosos que una vez besaron y muchas más veces
me cantaron.
—Ya está, Diana. —Vuelvo a mirarla, no reacciona ante nada,
es como un elemento vacío, un mueble más en esta habitación. Acaricio la
portada del libro. —Sé que te he leído esta historia antes, pero simplemente me
apetecía. ¿A ti no? Siempre me ha parecido una historia bonita…
Silencio de nuevo. Diana mantiene la vista en la ventana, como
siempre. Hoy lleva su vestido favorito. Es rojo. Solía gustarle el color rojo.
Antes se pintaba los labios de un rojo tan pasional que incrementaba mis ganas
de besarla con más fuerza.
—Recuerdo este vestido, lo llevaste la primera vez que
quedamos juntos. Recuerdo aquel día como si lo hubiera tatuado en mi memoria,
¿Lo recuerdas? Seguro que sí. Me gusta pensar que sí. —Acaricio su mano. Está
fría. Desde el accidente todo se ha vuelto frío. —Pensaba que iba a llover,
¡Incluso tú te trajiste aquel paraguas que se rompió en cuanto lo abriste! Pero
no llovió, no. Las nubes no se atrevían a desatar su fuerza sobre ti. Ibas
preciosa, de hecho, eres hermosa.
Cojo su silla de ruedas y la arrastro por toda la villa.
Llego al patio en el que están todas las flores que ella misma había plantado.
La coloco frente a las rosas. Suena típico, quizás repetitivo, pero ella amaba
las rosas. Cantaba a las rosas. Día y noche. Me cantaba a mí. E incluso cantaba
en la calle. Amaba cantar.
—Mira, Diana, han florecido. Intentan igualarte. ¡Pero no
pueden! Nunca ninguna podrá igualar tu belleza.
Me coloco frente a ella y siento las lágrimas luchando por
salir. ¿Por qué ella? ¿Por qué no reacciona? ¿Por qué tuvo que topar aquel
coche con el suyo? ¿Por qué no fui yo en su lugar? ¿Por qué de un momento a
otro mi vida se volvió fría? ¿Por qué no pude decirle que la amaba?
Me encuentro sollozando, cogiendo las manos de Diana. Es
cierto, nunca le dije que la quería. Nunca me atreví a decirle que odiaba el
olor de las rosas hasta que ella me regaló una. Nunca le dije que odiaba el
inglés hasta que ella me cantó su mejor repertorio de The Rolling Stones. Nunca le dije que odiaba leer hasta que ella me
dijo que su libro favorito era Marina,
que tenía una biblioteca para ella sola y que amaba a Agatha Christie. Nunca creí que amar a alguien podía llegar a doler
tanto, y mucho menos, que aquel dolor podía ser tan satisfactorio. Pero Diana
me lo enseñó todo. Me hizo ver la forma de brillar que tienen las personas. Me
hizo apreciar la exquisitez de la lluvia y lo pequeños que somos en el mundo.
Me sentía mejor persona con ella. Me sentía vivo.
Era feliz.
Vuelvo a mirarla. Ella sigue igual. No se inmuta. No puede
notar la presión que siento en el pecho cada vez que la miro. Las lágrimas caen
por mi cara y no puedo pararlas. Las limpio con rabia. Odio llorar, y mucho más
estando frente a ella. Sé que no me siente. Sé que ahora mismo no siente la
brisa. Ni el olor de las flores. No sé ni siquiera por qué le leo, por qué me
empeño en pensar que puede oírme.
Raquel viene corriendo. Parece nerviosa. No sé cuánto tiempo
llevaría observándome, pero ya me había visto llorar otras veces, no me
importaba. Me tiende un libro y yo niego.
—No puedo. —Sollozo. —Ya le he leído.
Raquel niega.
—No, señorito, es de la señorita, de Diana. Ya sé que no
debí, pero leí la parte que está marcada. Usted debe leerla. —Tiene un acento
argentino muy pronunciado. Asiento y ella se marcha en cuanto cojo el diario.
Miro la tapa. Diana le puso un nombre.
“Lo que nunca sucedió”
Sonrío. Hacía referencia al libro que acababa de leerle.
Comienzo a pasar las páginas. Diana lo apuntaba todo en aquel diario. Lo que le
pasaba día a día, escribía poemas, cuentos, dibujaba, e incluso criticaba a
algunas personas. Río con sus comentarios. Aparte de cantar bien, escribía
bien. Decido darme prisa. Ya tendría tiempo de ver el diario entero más tarde.
Abro el libro por la página marcada, la que Raquel me ha dicho que lea.
“Y es él. Estoy segura.
Nunca me había sentido tan feliz, tan yo. Nunca podía haber mostrado mis
pensamientos tan abiertamente como lo hago con él. En un mundo gris en el que
no puedes evitar sentirte perdido, él es una luz. Él abre el camino. Te guía
hasta casa, y es que mi casa es donde quiera que él esté. Me mira y sonríe,
¿Por qué sonríe? ¿Me querrá de la manera que yo le quiero a él? Porque sé que
me quiere, se lo noto en la mirada. Sus ojos grises brillan cuando estoy con
él, ¿Se dará cuenta de que los míos brillan sin que siquiera él esté presente? ¿Se
dará cuenta de que con él soy incapaz de dejar de sonreír? Y es que no entiendo
por qué no se lo digo. Le quiero. Más que a nadie nunca. Tantos son mis
sentimientos que tengo miedo. Miedo a que una persona pueda hacerte sentir
tantas cosas con solo una mirada. Siempre he pensado en besarlo, ¿Pero cómo?
Nunca me había lanzado con ningún chico, y a mis veintitrés años mi querido Marcos
no va a ser la excepción, ¿Por qué me cuesta tanto? ¿Por qué somos tan cobardes
a veces? Él nunca me haría daño si supiera mis sentimientos. Quizás el
destino no quiere que vayamos de la mano. Ni tampoco que nos hagamos viejitos
juntos. Quizás sólo quiere que nos queramos. Así, fuertemente, pero de lejos.
Que sigamos con nuestras miradas que hablan más que nosotros y que nuestros
labios sigan anhelando los del otro. Y es que, el amor, supera todas las
adversidades, y la mayor de todas somos nosotros mismos.”
Cierro el libro y lo estrecho contra mi pecho. Comienzo a
llorar de nuevo. Y es que ella me quería tanto como yo a ella. Y es que fui un cobarde
y no supe decírselo con palabras. Cojo su mano y la miro. Sigue ausente.
—Te quiero, Diana. —Y lo digo. La primera vez que lo digo en
alto. Bajo la cabeza y deseo que mis lágrimas cesen.
Entonces, mientras estoy inmerso en mis sollozos, siento una caricia
y oigo una voz que dice: “Y yo, Marcos”.