Un curso más se ha celebrado una nueva convocatoria del ya tradicional Certamen de relato breve del IES Aljada. Este año los escritores participantes debían buscar la inspiración en el siguiente sintagma: En la ciudad perfecta... La elección del tema vino determinada por el deseo de vincular los relatos al Objetivo de Desarrollo Sostenible 12, Ciudades sostenibles, que estamos trabajando durante el presente curso de forma transversal en el instituto.
Los alumnos premiados son los siguientes:
CATEGORÍA A:
PRIMER PREMIO: Vega Serrano Hernández, 2º ESO EI
SEGUNDO PREMIO: Marley Mendoza Mendoza, 1º ESO D
CATEGORÍA B:
PRIMER PREMIO: Sofía Soler Cámara, de 2º de Bachillerato CI
ACCÉSIT: Aya Soulaf Daif Farhaoui , de 4º ESO AI
Los galardonados recibieron sus premios el pasado 27 de febrero durante las jornadas de celebración de la festividad de Santo Tomás.
¡ENHORABUENA!
Os animamos a participar en las próximas convocatorias de nuestro certamen, que volverá puntualmente cada curso con el invierno.
Publicamos los textos premiados a continuación para que todo el mundo pueda disfrutar con ellos.
¡FELIZ LECTURA A TODOS!
PRIMER PREMIO. CATEGORÍA A
Vega Serrano Hernández
SISTEMAS
En la ciudad perfecta nada es como debería. Todo mantiene su orden. Tal vez, cada uno de sus habitantes quede regido por unas normas para así poder hacerla llamar "la ciudad perfecta". Y no todo es lo que aparenta ser, ni siquiera las personas que habitan en ella. Hay una facción tratando de destruir todo lo que es impuesto. Personas capaces de alzar la voz y decir lo que piensan...Y esta sería su última noche.
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—¡Yo, que soy participe de esta unión de protestantes silenciosos que vagan a través de la ciudad divulgando la información que se nos oculta, me niego a aceptar la mentira que se esparce y no caeré en la locura del sistema!.
Después de este gran grito de guerra me dispongo a bajar de la mesa en la que estoy subido y doy las más sinceras gracias a todos aquellos que me felicitan por mis palabras. Localizo un sitio en el que sentarme y me sirvo una copa mientras que los vítores y golpecitos en la espalda no cesan. No deberíamos hacer tanto ruido, y menos un sábado por la noche en mi sótano. Podrían matarnos a todos.
—Todos los aquí presentes sabemos la realidad de la ciudad perfecta— ahora una mujer se pronuncia sobre la mesa —No nos creemos lo que nos venden. Todo lo idílico en esta ciudad no es más que una emboscada para controlarnos y que estemos a su servicio. ¡Pues yo digo que nos revelemos de una vez por todas y acabemos con todos ellos!
—¡No podemos!
Alguien ha gritado en la lejanía. Giro la cabeza de un lado a otro para localizar a la persona y me encuentro con un hombre anciano.
—¿Y según tú, por qué?— pregunta la mujer que todavía permanece sobre la mesa.
—Vamos, llevamos años igual. Lo hemos intentado todo. Han matado a muchos de los nuestros y nadie parece hacernos caso allí afuera. Nos persiguen y nos quieren muertos.
—¿Insinúas que nos rindamos? ¿¡Que no luchemos por nuestra libertad?!
—Solo digo que no conseguiremos nada si nos matan, no somos más que un par de hormigas para ellos. Pueden deshacerse de nosotros cuando quieran.
—Mejor morir luchando que morir lamentándose de no haber hecho nunca nada.
La mujer baja de un salto y se acerca al hombre calmadamente.
—Si eres tan cobarde, puedes irte.
En este momento, un sonido estridente proveniente de la puerta de arriba nos estremece a todos y se hace el silencio mientras los pelos del cuerpo se erizan. Suena de nuevo. Noto como todo retumba y vibra a mi alrededor.
Solo puede significar una cosa. Nos han descubierto.
—¡¿Quién ha sido?!— grita la mujer con los ojos fuera de sus órbitas mientras mira de un lado a otro.
Siento un escalofrío recorrerme todo el cuerpo y después, oigo los gritos inarticulados de personas angustiadas que saben de su destino igual que yo y no están dispuestos a afrontarlo.
Ahora, no somos tan valientes como aparentamos ser y nunca lo seremos. No somos tan necios como deberíamos ser y nada de esto tiene sentido. No tiene sentido rebelarse contra algo más grande que uno mismo, más grande que cualquiera.
El señor anciano, que ahora se sitúa a mi lado, mantiene los ojos en el suelo. La mujer lo fulmina con la mirada y tiene el gesto distorsionado, como si estuviera enferma.
—¡Tú!, ¡maldito traidor!— dice acercándose a él con gesto amenazante.
Pero antes de que pueda llegar a él, la puerta de mi sótano se arranca y sale volando mientras más de veinte soldados bajan apuntando sus armas contra nosotros.
Levanto las manos en señal de rendición y apoyo las rodillas en el suelo al igual que todos. Si no tuviera costillas, mi corazón habría escapado. Y si no me encontrara en el sótano más frío de la ciudad, estaría mojado con mi propio sudor.
—¡Mataremos a todo aquel que se mueva o hable!— dice uno de los soldados.
No me muevo y menos ahora bajo amenaza. Miro de reojo al hombre anciano que se levanta con la ayuda de dos soldados y lo acompañan lentamente a la salida.
—¡Traidor!— grita la que anteriormente lo había acusado. Suena un disparo y no quiero mirar.
—¡Maldita insensata! ¡Mirad! ¡Esto es lo que conseguís tratando de destruir el sistema!
No escucho ninguna respiración. Estoy completamente paralizado y asustado. Ya han arrebatado una vida. No tardarán en arrebatárme la mía.
Un soldado me recoge agresivamente del suelo y me arrastra hasta salir a la calle. Me agacha la cabeza y me mete en una furgoneta oscura y fría. Allí nos meten a todos. Menos a ella. No puedo pensar, creo que pierdo el conocimiento...
Me despierto en una habitación y el aire pesa. La oscuridad se come mis ojos y el frío me estremece. Y de repente lo oigo. El sonido de una máquina. Conozco mi destino.
Las bombillas se prenden de luz y me veo enganchado a una silla. El botón se pulsa y la electricidad corre por mis venas apagando todos mis órganos. Cierro los ojos y me voy...
Era inoportuno e imperfecto, un estorbo para el sistema. Al fin y al cabo, esto es lo que les sucede a la gente que como yo, viven en una "ciudad perfecta".
PRIMER PREMIO. CATEGORÍA B
Autora: Sofía Soler Cámara
Imagina vivir en París. Abrir los ojos y ver la torre Eiffel. No importa que se te peguen
las sábanas un poco, ya que entras a trabajar a las once de la mañana. Por supuesto, tu
trabajo es el que siempre has querido y para nada son rutinarios tus días. No fardas de lo
que tienes ni meriendas perlas, pero tu estómago nunca pasa hambre ni te quedan
caprichos por satisfacer. Tus vecinos te adoran y estás conociendo a alguien que
efectivamente, es ese alguien del que hablan en los libros y abunda en las películas.
Qué pena que no vivas en una. Realmente no has abierto los ojos aún, porque el mundo
no es perfecto. He aquí cuando sonó el despertador y volví al mundo real. No recordaba
nada de lo que había sucedido la noche anterior, sin embargo, decidí que a partir de
entonces no volvería a beber. No volvería a permitir que nadie me levantase la mano.
No volvería a rendirme. Desafortunadamente, mi primer propósito respecto al alcohol,
como quienes al comienzo de año nuevo se proponen hacer ejercicio, fue un fracaso.
Necesité recaer y empezar de nuevo tantas veces que, simplemente, dejé de contar. Y
fue en ese momento, en ese instante de descontrol, en el que aprendí a evadirme del
mundo real y sus problemas. Empecé a viajar y a disfrutar.
Dejé mi apartamento y cogí el primer vuelo a París. Aquel viernes 13 de octubre fue la
última vez que estuve en Salamanca, que vi a mis padres, y que, por suerte o por
desgracia, pisé el mundo real. Alrededor de las 15:00 horas llegué a mi destino, la
Torre Eiffel. Y parece ser que compartía destino con alguien más.
Me sonaba su chaqueta, me sonaba su rostro cuando se dio la vuelta, y me sonó su voz
cuando dirigiéndose a mí exclamó: -¿No le parece París la ciudad perfecta? Mi yo de
antes hubiera invitado a ese extraño, aunque familiar, a una cerveza en cualquier bar, sin
importar que pasara a posteriori. No obstante, le respondí con una breve sonrisa y me
dispuse a localizar un taxi para volver al hostal donde me hospedaba.
Antes de que el taxista arrancara destino al Les Piaules, un grito de ahogo enmudeció,
estoy segura, a toda la ciudad. Mis palabras: ¡Por favor, arranque!, quedaron en un
suspiro silenciado por el ensordecedor estruendo de aquella bala, cuya procedencia era
mi destino. De repente, el maletero del taxi se abrió y se cerró. Giré bruscamente la
cabeza pero no vi a nadie. Es más, tampoco estaba el conductor. Entonces apareció el
hombre de antes, ese extraño familiar, y supe lo que había hecho. Casi arrancó la puerta
en un intento de abrirla, pero conseguí bloquearla antes de que eso sucediera. Sí, aquel
hombre no era un extraño. Claro que me sonaba, de hecho lo conocía, él era mi destino.
Nos quedamos mirando el uno al otro por unos segundos y pude leer en sus labios que
volvía a preguntarme: ¿No le parece París la ciudad perfecta? Seguí observando sus
labios, pese a que ya no articularon palabra alguna. La policía ya se encontraba de
camino, algo fácil de saber, ya que esas sirenas tan poco discretas retumbaban por toda
la ciudad. Y si yo las oía, significaba que él también. ¿O no? ¿Por qué no huía? Sacó un
papel de su bolsillo y lo dejó entre los parabrisas del vehículo. Algo dentro de mí quería
abrir las puertas y dejarlo entrar, pero decidí tan solo observar. Efectivamente, estaba
observando a un asesino, y lo peor, es que no sentía miedo, pero es muy pronto para
deciros lo que sentía.
Supe que la policía había llegado cuando el hombre levantó las manos y se arrodilló. En
cuánto un guardia lo arrestó, salí del taxi llorando, dando a entender que yo era la
víctima, pero no estoy tan segura. Lloré, cierto es, pero no de miedo…
Me ofrecieron una manta térmica y un sitio en la parte de atrás de la ambulancia, que
llegó justo cuando abrieron el maletero del taxi. En ese momento, se detuvo el tiempo.
No sé qué vería la policía en ese maletero, pero yo sí sé lo que había, aunque no me
dejasen verlo.
Sin pensarlo dos veces, corrí hacia la parte delantera del coche, pasé por debajo de la
cinta policial y me dejé caer encima del coche. No iba borracha, es más, llevaba sobria
mucho tiempo. No me había vuelto loca. Tampoco estaba siendo víctima de un trauma,
ni tenía alucinaciones. Simplemente no se me ocurrió mejor idea que me permitiera
acercarme más a mi destino. Me dio tiempo a guardarme el trocito de papel, encajado
entre los parabrisas, en el bolsillo del pantalón. Antes de que pudiera incorporarme por
mí misma, dos guardias se me echaron encima y me sacaron de la escena del crimen.
De vuelta a la ambulancia un técnico de emergencias me dio unas pastillas para
tranquilizarme. Claro que, no las ingerí. Cuando el técnico ya se iba, me las saqué de
debajo de la lengua y me las metí en el bolsillo, no en el que estaba el papel, sino en el
izquierdo. Las guardé pensando que las necesitaría más tarde. Al instante, apareció el
comisario jefe. Sospeché que había visto toda mi jugada, pero no le di importancia.-
¿Con que… de España, eh?- me preguntó él con un acento francés muy marcado. Mi
bolsillo derecho me llamaba constantemente, esa nota... Yo quería irme ya, y no dudé en
hacérselo ver. -Sí, señor… ¿Puedo irme ya? Me he llevado un buen susto y quisiera
descansar.- dije con un quiebre en la voz. Seguidamente me prometió que serían solo un
par de preguntas y luego, él mismo me escoltaría a casa.
Durante el pequeño interrogatorio me mostré conmocionada. Mi fallo fue al despedirme
del comisario. No pude evitar apartar un segundo la vista hacia la parte trasera del coche
patrulla, donde me esperaba mi destino. Pero ¿por qué aún no se lo habían llevado?
Hacía ya media hora desde lo sucedido y tenían pruebas más que suficientes. ¿Qué
querían que viese? De repente, noté una mano en mi hombro y me giré histérica: -
¡Henri!- solté por la boca. El comisario quitó lentamente su mano de mi hombro, y
cómo si no hubiera escuchado ese nombre, comentó:-Ya podemos irnos señorita, creo
que le vendrá bien descansar. Y me acompañó hasta el hostal.
Llegué a las 16:13 y fui directa al baño. Devolví todo lo que había comido, por lo
menos, durante dos días. Rápidamente, me apresuré a tocarme el pantalón y al notar que
el papelito seguía allí suspiré. Lo saqué y me senté en la cama: París es la ciudad
perfecta para cometer un crimen, o dos. Y un poco más abajo: Henri. Sentí un
escalofrío y me temblaron las piernas. Pero no de miedo. No me extrañó que supiera su
nombre, ya que era mi destino, y debía conocerlo. Tenía que verle de nuevo. ¿En qué
comisaría estará? ¿Dónde se lo habían llevado? Me detuve enfrente de la puerta y
cuando me disponía a salir por ella, me vibró el teléfono. Descolgué deseando oír
aquella voz de nuevo. Al finalizar la llamada supe cuál era mi misión, pero primero
debía encargarme de unos asuntos, antes de llegar a él, y me iba a llevar tiempo.
Camino a la comisaría, a eso de las 20:15, no podía pensar en otra cosa. Era tarde para
darme cuenta que me estaban siguiendo, era tarde para darme cuenta lo sospechoso que
sería pedir hablar con un asesino, probablemente, mi asesino. En mi mente solo
repasaba las instrucciones de Henri. Hablé con el agente del mostrador y justo en ese
momento, divisé a lo lejos de la comisaría, cómo tres guardias trasladaban a un hombre
esposado a la sala de interrogatorio. Era Henri. Sé que me vio. No sé si fue impresión
mía, pero creo que me sonrió. – Votre client vous attend dans cette pièce, Mlle – me
dijo el guardia señalándome la sala donde habían metido a Henri. Apreté fuerte el
maletín en el que llevaba todo lo requerido, y me adentré en la sala, dejando atrás mi
nombre y mi vida, ahora era la abogada de mi destino. ¿Y cómo defender a un asesino?
La sala estaba vacía, o eso es lo que me hicieron creer. No lo veía, pero sabía que estaba
allí. Entonces, escuché su voz. Con el acento francés más bonito, se dirigió a mí, y solo
a mí: "Hola Celia, ¿le está gustando París?". Como su abogada, debía llamarme Jeannine.
¿Por qué se estaba saliendo de su papel? Esas habían sido sus propias instrucciones. ¿Es
que quería pasarse el resto de su vida en la cárcel? Me quedé mirando al cristal efecto
espejo, porque comprendí, pareciéndose mi vida cada vez más a una película, que detrás
se encontraba Henri. Perpleja ante la extraña situación, él me volvió hablar: -Por favor
Celia, deja el maletín en la mesa y acaba con todo esto- en un tono conmocionado.
Fingiendo. Lo comprendí tarde. El comisario jefe, que no se le había escapado ni uno de
mis movimientos desde que dejé la escena del crimen, entró a arrestarme. Me dejé. Le
ofrecí mis muñecas sin resistencia. A día de hoy, sigo sin entender por qué lo hice.
Podía haber luchado, pero no lo hice. Las cámaras que grabaron cómo Henri mató a
aquella persona, se encontraban destrozadas en mi maletín. Yo misma las había
arrancado de camino a comisaría, bajo testigo del comisario, quien sospechaba de mí
desde que vio el brillo en mis ojos cuando pronuncié aquel nombre: Henri. El hombre
que me había dado una misión. Una misión para sacarlo de la cárcel, sin yo saber quién
iba a sustituirle, porque siempre se necesita un culpable. Henri me había traicionado. No
podía creerlo. Ni siquiera lo intuí cuando me pidió que matase a aquella mujer, y yo lo
hice. Lo hice para cumplir con el trocito de papel: París es la ciudad perfecta para
cometer un crimen, o dos. No me paré a pensar que ese dos era yo. Que yo era su
segundo crimen. Su primer crimen acabó en el maletero de un taxi. Un joven que
paseaba con su madre. Y sí, esa es la mujer a la que yo le había arrebatado la vida. La
única testigo que podría afirmar que Henri era un monstruo.
Henri, libre a costa de mi vida. Aun así no sentía rencor, sentía orgullo. Casi había
completado mi misión. Con dificultad de las esposas, saqué rápidamente unas pastillas
del bolsillo, y me las eché a la boca. Esas pastillas eran el último deseo de Henri. Por
mucho que los guardias intentasen que las escupiera, ya era demasiado tarde. Me
desplomé.
Desperté al día siguiente en una habitación blanca, esposada a la cama. ¿Por qué seguía
viva? Me había tomado la dosis correcta ¿Le había fallado a mi destino? Fuera de la
habitación oía voces conocidas. ¿Mis padres? Un señor con bata blanca les dijo que no
podían verme aún, que era peligrosa, pero que estaba en buenas manos. Por tanto, como
dije al principio, ese 13 de octubre fue la última vez que vi a mis padres, aunque al
menos aún recuerdo sus voces.
Cuando volvió el silencio, el médico se adentró en la habitación, y le hizo un gesto al
guardia que vigilaba en la puerta. El médico, en un claro español, me alertó que estaba
viva de milagro. Si hubiera ingerido cinco pastillas de esas, en vez de cuatro, no me
hubiera escapado. Pero yo estaba segura de que me había tragado cinco pastillas,
entonces lo comprendí. Las había metido en el bolsillo izquierdo del pantalón en el que
había guardado los tranquilizantes que me dieron en la ambulancia. Debí haber tomado
uno de esos. Había fallado. Miré al doctor y él me miró. Quise contarle la verdad, pero
se me adelantaron otras palabras:
- ¿Henri está bien?
El doctor, por lo visto psiquiatra, me confesó con delicadeza que Henri no existía y que era
producto de mi imaginación. Un delirio. Me cabreó tanto que hablara así de mi destino.
¿Que no tengo destino? ¿Era ese mi castigo por haberle fallado? Ese hombre me tomaba por loca.
Me contó que yo había hecho cosas horribles. ¿Es malo perseguir mi destino? Grité. Pataleé.
Me reventé las muñecas de tanto golpear las esposas contra la barandilla de la cama, ahuyentando
así al hombre irrespetuoso y mentiroso de bata blanca.
Desde ese día, ese sitio me cambió, el hombre malo de la bata blanca me borró todos
los recuerdos, Henri. Tan solo de vez en cuando sueño por las noches. Sueño con esa
vida perfecta que siempre quise, y que no es posible cumplir si no es a tu lado.
¿Realmente existes? ¿Realmente he estado en París? Con todos mis recuerdos borrosos,
dudo saberlo nunca. Entre estas cuatro paredes blancas, ya no existes. Solo cuando
cambian de color, al caer la noche, escucho tu voz: ¿No te parece París la ciudad
perfecta? Algún día iré a París y te lo diré. Pero afirmo sin haber estado que, en la
ciudad perfecta me enamoré.